En 1597 y 1602 Miguel de Cervantes estuvo preso en la cárcel Real de Sevilla por no rendir cuentas a la Hacienda de sus comisiones. No es inverosímil que ‘‘allí se encontrara con el señor Lesmes y otro semejante que le sugiera la idea de un Don Quijote’’, que por tanto fuese engendrado en ‘‘una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido se vuelve huracán”.
Lo que acaso explicaría la frase que Cervantes escribió en el prólogo a la primera parte de su obra: ‘‘Yo aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote. Padrastro incomparable, pues de tal modo con su poderoso genio embelleció y adornó a su hijo de galas riquísimas y méritos singulares qué, convertido en tipo sublime, logró hacerlo inmortal”.
Baste repasar la primera parte del tomo primero cuando cortando bruscamente el relato de la batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron se emplea como remate del capítulo lo siguiente: ‘‘en este punto y término dejó pendiente el autor de esta historia el llegar a esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote que las que deja referidas”.
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